Fuego
Jaime
y Grace conectaron aquella noche de una manera increíble. Ella escuchaba
ensimismada los viajes que él había hecho a través del desierto, las altas
temperaturas que había soportado y los descubrimientos que había hecho a lo largo
de los días. Era ese tipo de aventuras el que ella quería vivir, quizá lo que
le oprimía el pecho a veces era ese ansia de experiencias, esa adrenalina no
quemada que crecía acumulándose entre las curvas de ese cuerpo sensualmente
dibujado.
Jaime
miraba las piernas de Grace. Le gustaban esas rodillas marcadas, pantorrillas
morenas, pies preciosos acabados en color vino.
Porque emborrachaban sus pies.
El
flequillo rubio le caía al lado derecho, y Grace lo apartaba de vez en cuando
con sus dedos, marcados como sus rodillas, morenos como sus piernas.
Se
fueron a casa de él. Así, sin pensarlo.
Lo
único que Grace sabía es que sólo tenía esa noche para quemar toda es
adrenalina acumulada de meses, que esa noche tendría que llenar sus pulmones de
aire para poder aguantar la rutina unas semanas más. Su conciencia intentó
regañarle pero ella le explicó que necesitaba respirar, que su asfixia
existencial sólo se curaría con un boca a boca.
Jaime
resultó ser un hombre delicado. En el
coche le cogió la mano y se la besó. Tiernamente. A partir de ese momento,
Grace confió en él, y supo que esa noche podría ser ella misma, sin temor a
juicios o a opiniones de censura.
Era
agosto. Hacía calor. Grace se asomó por la ventanilla del coche y el viento le
inundó la cara. Llevaba un vestido color vino, como las uñas de sus pies, y
también emborrachaba.
Jaime
era Leo, signo de fuego, y quería jugar con ella y hacerla arder. La empezó a
acariciar por las rodillas, presionando suavemente con las yemas cada recoveco
que los pequeños huesos dejaban. Subió por los muslos, por encima de la tela
del vestido, que se ceñía en el pecho con unos finos tirantes. La mano de Jaime
recorrió su estómago, su pecho izquierdo, el plieguecito entre brazo y hombro,
el cuello.
Grace
había dejado de asomarse a la ventanilla, y ahora miraba al frente ensimismada,
sintiendo esos dedos y queriendo que la siguieran acariciando así.
Jaime
llegó a la boca, le metió dos dedos en ella que Grace lamió con deseo,
imaginando que era el sexo de Jaime el que acariciaba su boca. Él lo adivinó, y
sacando los dedos húmedos se abrió el cinturón del pantalón, los puso en los
tobillos. No había nadie en la carretera, ellos circulaban a velocidad normal,
y Grace no sentía miedo. Sólo deseo. Estaba hambrienta, animalmente hambrienta,
y sólo había una cosa que podría saciarla.
Empujó suavemente su cabeza hacia abajo, y Grace obedeció su mudo mandato. Empezó a
chupar con avidez, sin mirar a Jaime, concentrada sólo en aquel robusto y
erguido sexo que se complacía cada vez más con sus caricias.